Puede parecer que no existe una conexión necesaria entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico, sin embargo, la investigación moderna ha demostrado de manera clara que estos sistemas no actúan de forma independiente, sino que mantienen interacciones regulares y sensibles entre sí. Una consecuencia crucial de esta «comunicación» constante es que lo que sucede en uno de estos sistemas inevitablemente afecta al otro.
El sistema inmunológico es complicado, compuesto por varios órganos (como el timo, médula ósea, bazo y ganglios linfáticos) que generan numerosas células y sustancias para defender al cuerpo de amenazas externas (como virus, bacterias y hongos) o internas (como células cancerosas o en degeneración).
Un ejemplo de la importancia del sistema inmune es que, solamente tomando una de las variedades de células que lo componen, los linfocitos, son más abundantes que todas las neuronas juntas.
Estos linfocitos tienen una característica especial: son capaces de detectar o identificar –usando una especie de «antenas» o receptores– la existencia de diversas sustancias generadas en otras partes del cuerpo.
Si una persona está estresada, angustiada o deprimida, el hipotálamo se activa y estimula a la glándula suprarrenal a través de la hipófisis, lo que resulta en un aumento en la producción de hormonas como el cortisol y la adrenalina, que posteriormente son liberadas en el torrente sanguíneo.
Estos compuestos hormonales son detectados por los linfocitos, los cuales se activan y se preparan para protegerse de lo que perciben como una amenaza. El cerebro, al percibir estas presencias, desencadenará una respuesta de protección completa en el organismo.
El sistema inmunológico se considera como un sexto sentido que el cuerpo posee, y tiene dos características únicas: memoria y capacidad de aprendizaje.
Varias circunstancias diarias pueden reducir las defensas del cuerpo y provocar que una persona enferme con frecuencia o, si ya tiene una enfermedad, impedir que esta mejore adecuadamente.
Las razones más comunes incluyen: problemas en el matrimonio o con la pareja, inquietudes constantes, sentirse solo y carecer de apoyo emocional, duelos que se extienden en el tiempo, depresión y ansiedad, desastres naturales, momentos en que la vida se siente amenazada y cualquier tipo de conflicto.
La persona que tiende a enfermarse debe identificar los potenciales factores que le impactan y atentan específicamente contra su bienestar. Tomar conciencia es el primer paso para poder cambiarlos.
Al observar los pensamientos y las emociones sin juicio ni valoración, el material inconsciente comienza a surgir para ser reconocido por la Conciencia. Al liberar la energía psíquica reprimida, la enfermedad debería desaparecer.
En numerosas ocasiones se han registrado casos clínicos en los que la resolución de un problema psicológico ha estado vinculada a la curación de enfermedades físicas.
Entendemos a la enfermedad como la manifestación física de un problema emocional sin resolver. Los conflictos emocionales ocurren cuando rechazamos una parte de nosotros mismos o negamos ciertas emociones. El conflicto que ha sido reprimido en el subconsciente aparece como enfermedad en busca de redención. Es como si la mente estuviera transmitiendo una señal al cuerpo de que algo no está bien en su interior.