Cada vez es más evidente que la fortaleza está relacionada más con la flexibilidad que con la rigidez, con la expresión más que con la contención, y con la libertad interior en lugar de la dureza para afrontar los desafíos de la vida.
Haciendo una comparación, es similar a lo que ocurre con los terremotos y las estructuras resistentes a los sismos. Son las que, durante un movimiento sísmico, se desplazan considerablemente y, por lo tanto, no se derrumban. Las estructuras inflexibles o de escaso movimiento tienen una alta probabilidad de fracturarse y colapsar.
Culturalmente se piensa que la capacidad de contener emociones, o de no expresar las emociones que sentimos, podría ser un indicador de adaptabilidad ante las presiones del entorno y las situaciones a las que nos enfrentamos a diario. Una vez más, el mensaje tóxico para el cuerpo es que no podemos comunicarnos como deseamos, ya que daríamos la impresión de ser desadaptados, inmaduros y con poca capacidad para tolerar la frustración y el dolor en la vida.
Es común sentirnos mal, estar enfermos y aun así tener que cumplir con nuestras responsabilidades de alguna manera. Consultar al cuerpo sobre su estado emocional parecería absurdo y la negación parece ser más efectiva para afrontar las responsabilidades. Una vez completada la tarea, el cuerpo vuelve a hacerse sentir con fuerza.
La maravilla de la adrenalina es que nos permite funcionar con plena energía cuando estamos bajo presión, pero una vez que el «enemigo» desaparece, el cuerpo necesita su espacio para relajarse y expresarse.
A muchas personas les sucede esto y, especialmente, a quienes requieren presión para rendir, y a medida que tienen más tareas, son más productivos. En momentos de tranquilidad y disponibilidad de tiempo, es paradójico que posterguemos las tareas hasta el último momento, como si estuviéramos en busca de la presión y la emoción que nos impulsa a reaccionar. Es posible que esta dinámica esté relacionada con la manera en que hemos sido educados desde temprana edad, donde se nos enseña que la evaluación proviene del exterior, por lo tanto, tenemos dificultades para planificar y organizar nuestro tiempo si no hay alguna presión externa que nos obligue a hacerlo.
El mismo problema ocurre con la evaluación de nuestras acciones, ya que se enfoca en lo externo en lugar de realizar una autoevaluación crítica y beneficiosa de nuestros comportamientos. Sería estupendo si, desde la infancia, nos enseñaran a evaluar nuestras acciones con sinceridad, considerando cuánto hemos estudiado y qué nota mereceríamos según nuestro esfuerzo. En la actualidad, se enfoca en estudiar por cantidad o por calificación, en lugar de disfrutar el aprendizaje y la exploración del mundo y de uno mismo. Esto, junto con el enfoque en el adiestramiento basado en la obediencia, en lugar de la bondad, desvía la atención de la educación hacia lo externo.
La excelencia en el actuar y la responsabilidad sobre los resultados logrados es la única vía que puede asegurar que los niños se conviertan en un verdadero beneficio para la sociedad en la que viven.