El DOLOR REAL es lo que sentimos, por ejemplo, al lastimarnos un pie. Las señales de la herida sufrida son detectadas inmediatamente por diminutos receptores en las terminales nerviosas del órgano o de la parte afectada. Esas señales son transmitidas a través de las terminales nerviosas a la médula espinal y al instante llegan al cerebro para ser decodificadas y clasificadas. Inmediatamente, la sensación de dolor es detonada y enviada de vuelta al pie, para despertar la conciencia del peligro que se corre en el momento y, más tarde, para facilitar la curación inmovilizando el área lastimada. Cuando hay dolor real, la sensación sentida es la respuesta de nuestro cerebro a los cambios electroquímicos (o neuronales-hormonales) en el área donde ha ocurrido la herida.
En el plano emocional o psíquico experimentamos dolor real cuando perdemos a alguien (incluso a un animal) a quien queríamos o que era muy cercano a nosotros. Aunque invisibles a los ojos humanos, los lazos y conexiones que teníamos con esa persona o ese animal eran muy reales. Ese tipo de pérdida puede doler profundamente, como si nos hubieran arrancado algo de nosotros mismos.
Cuando hay dolor real, lo más importante es reconocerlo, darle espacio y sentirlo en toda su magnitud. El dolor no es algo agradable y no deberíamos esperar que lo fuera. Al darle espacio y sentirlo, le damos la posibilidad de que se mueva, circule y se transforme. La reacción condicionada de negar y resistir el dolor no hace más que profundizarlo y terminamos guardándolo en nuestro cuerpo para más tarde. Ignorar el dolor o alejar nuestra atención de él sólo hace que se perpetúe.
Nuestro cuerpo sabe. Si lo dejamos hacer, va a encontrar la postura y los sonidos adecuados y las emociones relacionadas para hacer circular el dolor. Cuanto antes atravesemos este proceso, más corto será el período de dolor.